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2009/08/03 Miedo al ascensor

Hace pocos días, una señora, que venía por primera vez a consulta, me llamó por el intercomunicador y me comunicó que “estaba subiendo”. Como quiera que se demorara, pensé que se habría confundido. A veces la gente se va al piso trece, en vez del quince, que es donde tengo el consultorio. Al fin, después de un rato, tocó el timbre e ingresó jadeante… ¡había subido por las escaleras! La posibilidad de que lo estuviera haciendo a manera de ejercicio quedaba descartada casi de inmediato, así es que le pregunté desde cuándo presentaba temor a los ascensores. “¡Uf!”, me dijo, “Hace más de doce años. Una vez me quedé encerrada en un ascensor y entré en pánico. Desde entonces no he vuelto a subir, ni siquiera acompañada...”.

Pero ella no venía a hablarme de eso. Ella quería que atendiera a un pariente con problemas de alcoholismo. Venía a que le diga cómo hacer para convencer a su pariente de aceptar un tratamiento. Me dijo que ella estaba dispuesta a ayudar, incluso a pagar los honorarios.

Luego de un rato de hablarme del problema que la traía, se le presentó la oportunidad de explayarse sobre su propia vida. Tenía una serie de problemas afectivos que, a lo largo del tiempo, la habían llevado a recurrir a diferentes formas de adaptación reactiva que, en una de sus formas, la llevaba a sentenciar: “No confío en los hombres, todos son iguales. Son unos mujeriegos, siempre te abandonan por otra. Por eso, nunca más...”.

Aún así, había encontrado una fórmula conciliadora: amar sin compromiso, en una especie de relación de enamorados; es decir, viviendo separados. Al parecer, el desengaño no había sido tan grande como para sepultar sus anhelos afectivos hacia quien previamente había convivido con ella por largos años.

Respecto al trauma vivido, al quedarse encerrada en el ascensor, se había acostumbrado a usar las escaleras. Orgullosa, decía que nunca dejaba de subir, se tratara del piso que fuere.

Otros traumas de la vida –digamos, frustraciones fuertes- la habían llevado a recurrir, también, al licor o a mecanismos de control, siempre mediante la gestión autosuficiente. Así, sola, había superado un prolongado episodio alcohólico-depresivo.

Sin embargo, llamaba la atención que no considerara un problema el tratar su fobia. Simplemente, se había acostumbrado a ésta, convivía con ésta.

Al despedirnos, me quedé pensando en la cantidad de veces que me ha tocado observar problemas similares. Algunos pacientes, incluso, declinaban el concurrir a la terapia al enterarse de que el consultorio quedaba en el piso quince. Se trataba generalmente de mujeres, de madres de familia, pocas de las cuales acudían a terapia por este temor, pero solían traer a un hijo o una hija para ser tratados, sin ninguna conciencia de cómo pudieron haber influido en ellos sus dislocadas ansiedades.

Es como si el yo de estas personas se resistiera a aceptar su fracaso y capitulación para enfrentar la angustia o su motivo de angustia. De hecho, se trata de una manifestación de debilidad Yoica, de un mecanismo de fuga ante la amenaza de un peligro o de un hecho doloroso.

Parece ser que a algunas personas sólo les preocupa el síntoma cuando éste ha llegado a ser inhabilitante. Por ejemplo, cuando se trata de no poder salir a la calle sin compañía o cuando, aun estando con compañía, hacen crisis de pánico en tales circunstancias. Es el pánico incontrolable el que actúa como detonante del pedido de ayuda. Sólo en esos casos se acude a la consulta; sólo en la situación extrema.

Normalmente, el Yo de una persona, ante la presencia o inminencia de un peligro, toma las previsiones necesarias. Se enfrenta o fuga… de acuerdo a sus posibilidades. Vista de esta manera y en esta intensidad la angustia es un aliado útil, porque nos permite percatarnos y, eventualmente, resolver el problema.

La experiencia de enfrentar problemas nos fortalece y permite cierta confianza a la hora en que resurgen nuevos motivos de angustia; nos permite dimensionar adecuadamente las cosas y actuar con realismo. Toda huida o fracaso en enfrentar los problemas nos debilita y muchas veces condena a una vida con limitaciones, como en el caso de no poder subir a un ascensor. No dejemos de considerar que, también, es realista huir, si estamos en desventaja; pero es un compromiso con uno mismo sacar conclusiones de la situación y tomar medidas posteriores de seguridad o sanción. No olvidemos que siempre es importante prestarle al yo una segunda oportunidad.

Justamente, en los tratamientos de fobias, de lo que se trata es de darle esa nueva oportunidad al yo para enfrentar la situación. En los casos como el de la señora, provenientes de una situación traumática, a veces basta un enfoque de paulatina desensibilización conductual. Para ello, el refuerzo de las indicaciones del terapeuta permite la reinstalación de una regulación del manejo de la angustia desde el Yo de la persona aquejada.

Pero no siempre el problema es de origen traumático. A veces el problema surge de forma totalmente irracional, siendo las fantasías, deseos y temores ocultos de la persona los que determinan que desarrolle la fobia. En estos casos, la necesidad de desentrañar y resolver las causas inconscientes requiere de la intervención de un psicoanalista. Pero como lo más frecuente es que nos encontremos con variadas combinaciones de estos componentes, lo más recomendable es un tratamiento combinado. Incluso el apoyo de psicofármacos puede ser necesario.

Lo que quisiera transmitir es que, bien llevado, un tratamiento resuelve este tipo de problemas. ¿Por qué hacerlo? La pregunta puede parecer innecesaria, pero quiero agregar que las personas aquejadas de fobias, más allá del sufrimiento y las limitaciones a que se someten, inducen en sus hijos el comportamiento fóbico y, de manera no siempre sutil, el trasfondo inconsciente que lo moviliza.

Hace poco tuve oportunidad de observar una escena de inducción: aparece una cucaracha y la mamá de una niña de 5 años reacciona espantada; la niña se asusta y huye del “monstruo”. Lo primero que surge a la observación de la niña es una mamá-niña, frágil, débil, incapaz de protegerla (lo cual de por sí es bastante angustiante). A los pocos días, me percato que la niña expresa deseos de tener un pipí “para ser fuerte como el papá...”.

Dos cosas se han tramitado en simultáneo: en lo manifiesto, el temor a las cucarachas; y, en un plano inconsciente, el sentimiento de carencia del atributo masculino (sentimiento de castración), que se convierte en aquello que se requeriría “para ser fuerte”. Un adicional, posible de entender en esta situación, es que el repudio al propio genital (femenino), se estaría expresando simbólicamente en la cucaracha. Su presencia angustiante podría estar representando tanto la constatación del propio genital como la carencia de pene. Una fantasía, que se suele sumar en estas circunstancias, deriva de la aparición del padre, quien “pisotea” a la cucaracha, a la vez que expresa algún comentario respecto a la “tontería de las mujeres”. ¡Cómo no va a querer tener Pipí la niña si es tan precario ser mujer! Esto, en algunos casos, refuerza en los niños fantasías de un coito agresivo entre los padres.

Como quiera que todo este episodio se desarrolle en un momento marcado por las primeras excitaciones sexuales de la niña, es posible que en un futuro desarrolle angustia ante su excitación, fobia a la penetración o alguna variable de las muchísimas que se pueden dar a partir de detalles tan aparentemente inocuos. Por más que se dé una “educación sexual” prolijamente adecuada, estos detalles pesarán en la vida anímica de nuestros futuros adultos.

No quisiera dejar la impresión de que entendemos a la sexualidad como único motivo inconsciente de una fobia. Existen, también, otras motivaciones, como las contingencias de las separaciones, los cambios, la agresión, la dependencia, el compromiso, la pérdida de límites, etc. Existen, incluso, las llamadas “Personalidades Fóbicas”, sujetos que se comportan de manera inasible, que son huidizos.

Se entiende que, en la mayoría de los casos, el que se haya organizado una fobia resulta una suerte de ventaja para quien vive la amenaza de una crisis de pánico: basta evitar el objeto o la situación “fobígena” (por ejemplo: el ascensor, las cucarachas, las arañas, etc.). Es por esto que se configura como un síntoma. Es el precio por la ventaja lograda y es el Yo de la persona quien lo genera. Es una opción dentro de las varias que puede poner en juego frente a dicha amenaza angustiante (otros harán un cuadro obsesivo; otros usarán drogas, etc.).

Respecto al origen de estos trastornos, podríamos decir que todos nacemos con una mayor o menor disposición para la reacción de angustia-huida. Algunas personas son “nerviosas” desde bebes. Se muestran temerosas, se asustan con facilidad y son difícilmente consolables. Más allá del posible factor genético, algunos autores consideran que se produce una transmisión de las ansiedades de la madre al feto durante el período de gestación y ya hemos mencionado la inducción de las fobias cuando el niño está en desarrollo.

Por último, están las contingencias de la vida y la posible erosión traumática de la integridad psíquica de la persona. Hay períodos de la vida en que aparecen fenómenos fóbicos, que suelen ser pasajeros. Se dan en épocas de transición, en la infancia, en la pubertad, en la adolescencia…

A veces, frente a tales circunstancias, importa muchísimo la respuesta serena de los padres. El problema suele ser que son los mismos padres quienes han contribuido a desarrollar la fobia y, por tanto, no son los más recomendables para sostener su resolución; mas bien, en general, requieren también de tratamiento.

1 comentario:

Mr. John Mcpherson dijo...

muy buena ensenanza, ayudara a muchas personas, te felicito.